El sacrificio del hijo

La narrativa bíblica del sacrificio de Isaac es desconcertante desde cualquier punto de vista. Dios le ordena a Abraham matar a su propio hijo, Isaac. Abraham, sin cuestionar, obedece. Se levanta temprano, prepara el fuego, carga la leña y lleva a su hijo al lugar designado. Solo en el último instante, cuando la mano de Abraham ya está levantada con el cuchillo sobre su hijo, una voz divina lo detiene. Aparece un carnero atrapado en la maleza, dispuesto por la providencia como sustituto.

Tradicionalmente, se ha interpretado esta intervención como la prueba superada por Abraham: Dios no quería el sacrificio real, solo la demostración de obediencia. Pero esta lectura plantea una paradoja inquietante. Porque Dios, que más tarde ordenará “no matarás”, aquí exige precisamente eso.

La respuesta quizá resida en el hecho de que este mandamiento no defiende la vida del niño tanto como la del adulto. Tradicionalmente, los niños ocupan un lugar similar al de los animales domésticos; son queridos, pero también explotados. Como a veces exclaman madres y abuelas, “el niño está para comérselo”. El carnero emerge así como una figura que condensa en sí misma el destino del hijo, ocupando el mismo lugar, el mismo rol sacrificial. La historia nos está revelando un aspecto inconsciente de esta relación primaria.

La historia también revela un conflicto ético profundo. Esta no borra la violencia del sacrificio, sino que la dramatiza para procesarla culturalmente. Nos muestra cómo la humanidad empezó a darse cuenta de la inmoralidad del sacrificio infantil. Se trata, en efecto, de un avance moral. El relato no niega que el sacrificio ha existido, pero lo empieza a señalar como un problema, como algo que debe superarse, a la vez que busca exculpar al padre obediente.

El sacrificio disfrazado de matrimonio

La historia de Ifigenia, en la mitología griega, expone esta misma lógica con una crudeza aún más transparente. Agamenón, para aplacar la ira de Artemisa y permitir que los vientos soplen hacia Troya, debe sacrificar a su hija. Pero en lugar de enfrentar directamente el horror del acto, utiliza una estratagema: engaña a su esposa Clitemnestra y a Ifigenia diciéndoles que la joven va a casarse con Aquiles.

Así, el rito del casamiento —una ceremonia que, en sí misma, implica la entrega de la hija por el padre— se superpone con el sacrificio. Aquí el paralelismo es nítido: la hija es ofrecida como propiedad del padre, transferida a otra autoridad (un marido, una diosa), bajo la justificación del deber y el honor. Lo que en apariencia es un acto social de continuidad (el matrimonio), oculta su lado sacrificial: la entrega absoluta del cuerpo y la vida de la hija al orden patriarcal. Ambas historias, tanto la bíblica como la griega, señalan un trasfondo común: la posibilidad real y simbólica de sacrificar a los propios hijos, como a corderos, en nombre de un orden superior.

Una práctica ancestral: sacrificar a los hijos

A lo largo de la historia humana, el sacrificio real de niños ha sido practicado como una forma extrema de ofrenda o ritual. Los ejemplos atraviesan milenios.

Hace unos 800.000 años, en Gran Dolina (Atapuerca), hay pruebas claras de canibalismo humano, incluidos restos de niños con marcas de descarnado sistemático. En Gough’s Cave (Inglaterra, ~15.000 años atrás), los huesos infantiles muestran señales de haber sido despiezados y hasta convertidos en recipientes rituales. En Herxheim (Alemania, ~7.000 años), cuerpos de adultos y niños fueron descuartizados durante ceremonias colectivas. Más tarde, en civilizaciones históricas como Cartago, los mexicas o el imperio Inca, los sacrificios de niños fueron institucionalizados, para ofrendar a dioses agrícolas o propiciar la fertilidad de la tierra.

Estos ejemplos confirman que la instrumentalización del hijo como recurso —como vida que pertenece al grupo— no es solo un constructo mítico, sino una realidad material de nuestra historia evolutiva y cultural.

Como mitos transmitidos oralmente, las historias de Isaac e Ifigenia beben de corrientes mucho más antiguas que provienen de los sacrificios rituales de la Edad del Bronce, cuando la práctica real de sacrificios humanos empieza a declinar y a volverse tabú. En este sentido, no es tanto la fecha exacta de las narraciones lo que importa, sino la conciencia que ambas reflejan: el paso de una práctica sangrienta y real a una representación mítica, dramatizada, y finalmente desplazada hacia formas simbólicas o sublimadas. Así, estos relatos reflejan una misma etapa de la evolución moral de la especie: la de la transición entre la aceptación del sacrificio humano y la búsqueda de caminos culturales para procesar su carga ética.

Este proceso culmina, dentro de la propia tradición abrahámica, con la figura de Jesucristo, que no solo encarna al hijo destinado al sacrificio, sino que él mismo asume voluntariamente ese destino, desplazando por completo la carga del sacrificio hacia sí mismo. Jesús es como un nuevo Isaac, pero que se dirige por su propia voluntad al altar. Más aún: lleva la sublimación del sacrificio a su extremo simbólico, cuando ofrece su propia carne y su sangre a los demás, para que literalmente se alimenten de él. Es el colmo de la transposición simbólica, casi sarcástico, donde el hijo no solo se convierte en alimento, sino también en alimentador, evidenciando la autodomesticación de la que he hablado.

El hijo como animal doméstico

Muchos antropólogos se han preguntado el por qué de esta práctica tan aberrante, pero desde mi punto de vista es totalmente comprensible. En una entrada anterior de este blog, desarrollé cómo la especie humana ha aprendido, desde tiempos prehistóricos, a domesticar a sus propios hijos (ver aquí). Esto no es ninguna metáfora: al igual que domesticamos animales y plantas para obtener su cooperación y productividad, hemos aplicado las mismas lógicas sobre nuestra descendencia. Domesticación significa control: control de la reproducción, del crecimiento, de la autonomía, y de la propia vida.

Como en el caso de los animales no humanos, esto implica una profunda ambivalencia afectiva. Amamos a nuestros hijos como amamos a nuestros corderos y perros: porque nos identificamos con ellos, pero también porque nos son de utilidad. Gracias a este vínculo hemos cooperado y construido un mundo más complejo y, en muchos sentidos, mejor. Pero no podemos ignorar la otra cara de esa moneda: el hijo es un recurso vivo, valioso pero subordinado, al servicio de la continuidad del linaje o la comunidad.

Así, no es casualidad que las grandes narrativas de sacrificios de hijos coincidan históricamente con el surgimiento de la ganadería y la domesticación de animales. Al aprender a criar y explotar animales, las sociedades agrícolas también desarrollaron la conciencia aguda de que sus propios hijos eran tratados bajo principios semejantes. Los relatos

 de sacrificios, como los de Isaac o Ifigenia, no son simples leyendas ni metáforas poéticas: son la expresión directa de una tensión real y estructural dentro de nuestra especie.

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