La Palma, la madre y la cabra

El otro día me encontré con mi amigo Norbert en el Café de Don Manuel, un patio interior en el corazón de La Palma, donde las plantas cuelgan desde balcones antiguos, y una vieja caja fuerte, vacía, preside el espacio como un mudo testigo de otros tiempos.

Norbert tomaba café con una amiga austríaca, y me invitó a sentarme con ellos. Los dos hablan perfectamente español; yo bromeé que Norberto, encima, siempre dice la verdad. Ella lleva 17 años en la isla, enamorada de la vida rural, de las cabras, de la sabiduría local. La conversación pronto derivó hacia la economía. Norbert mencionó que yo escribo sobre el tema, y ella respondió con entusiasmo: había escrito un libro acerca de cómo sería la vida sin dinero. Allí defiende que lo ideal sería vivir en pequeñas comunidades donde sigamos el lema: “da lo que puedas y pide sólo lo que necesites”.

Esta visión de la vida sin dinero, sin mercados ni distancias parecía un espejismo a la luz de que nos encontrábamos bebiendo café traído de Sudamérica, servido con esmero en una casa mercantil del siglo XIX. El retrato del dueño, el señor Cabrera, parecía mirarla con el ceño fruncido, a ella que había cruzado fronteras, mares e idiomas para vivir en esta isla.

Entonces saqué el tema relacionado y divertido de “Horacio el cabrero”, un conocido de Norbert. Ella recordó a un cabrero que una vez dio una charla conmovedora, recordando a su mujer fallecida y cómo compartían las tareas domésticas sin desigualdad. Horacio, en su relato, lloró. A ella le tocó el alma: vio en él un hombre que no pedía más de lo necesario, un hombre que daba leche como una mujer da el cariño: sin precio, pero en su justa medida.

Para Norbert y para mí, sin embargo, Horacio el cabrero era otra cosa, un capitalista, como el señor Cabrera. Un hombre que guarda, transforma, intercambia. Que se levanta cada día para sacar provecho a sus cabras, que no solo dan leche, sino también trabajo.

La cabra, como la madre, da leche. Pero no hay cabras en estado natural dando vueltas por los montes. Alguien tuvo que domesticarlas y convertirlas en capital. Antes del neolítico, la leche la tomabas solo de las tetas de tu madre. Un día alguien pensó que más allá de la infancia, más allá del clan, también había sed. Así nació la cabra tal como la conocemos, esa criatura que satisface necesidades que algunos todavía consideran excesivas, quizás porque nos recuerdan a las de un lactante.

En estas, Norbert no pudo resistirse y preguntó a la mujer a la manera de un economista de la Escuela Austríaca: ¿y quién decide cuánto necesita una persona? Le recordó la Alemania del Este y aquellos tiempos en que las necesidades eran decretadas. Ella sonrió y se apresuró a matizar que su propuesta no era comunista. Quizás no comunista en un sentido estatal; pero a mí me costaba creer que no lo fuera en un sentido amplio, que realmente esa mujer estuviera dispuesta a dar más de lo que consideraba razonable.

Y yo, que a menudo pienso más de lo que debo, no pude evitar ciertas asociaciones. Tal vez porque el dinero no solo compra café o leche; también permite salir de la aldea, irse de putas. Esta posibilidad, para algunos, no es liberación, sino abandono. Quizá tengan razón.

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